miércoles, 22 de agosto de 2018

Poemas inevitables


No dedico a la poesía todo el tiempo que quisiera, la leo a ratos, la escribo cuando no puedo evitarlo; es decir, escribo algo que quiere ser poesía y, para que lo sea, corrijo, doy vueltas a palabras y versos y los dejo dormir un tiempo como tierra en barbecho antes de examinarlos de nuevo. No aplico más método que el análisis minucioso, el oído musical y... la más feroz autocrítica. Sin embargo, ninguno de estos factores garantiza que lo escrito alcance el reino de la poesía, bien entendido que no venero tal arte por encima de otros, ni me derrito ante  sus reyes ni reinas ni por contacto de su sangriazul aristocracia. Claro que... en la República Platón no los va a dejar entrar y empiezo a comprenderlo: no hay engreimiento más insoportable que el de los y las poetas que, verdaderos o falsos, dignos o zangolotinos, procesionan entre cánticos, con sus musas y musos subidos a la chepa, mientras les soplan al oído sublimes composiciones. Preciso me es reconocer -y no me duele- que no todos gastan las mismas intocables alas de seda, que incluso los hay sencillos y amables, que a menudo no son ellos sino los aduladores -lectores o no- quienes resultan estomagantes, en concreto y muy especialmente, los políticos. No existe alcalde -ni gobernador, presidente, director, concejal, etc- que no aclame la virtud liberadora de la poesía y la santidad, apenas laica, de los poetas.



Yo, por mi parte, no considero que un cuento, una pintura, una novela, una fotografía, un ensayo valgan menos que un poema; el punto decisivo en cualquier obra de arte es que esté bien hecha, y así llegamos al quid: ¿qué es lo bien hecho?, ¿qué es bueno?, ¿cómo distinguirlo? No hay reglas ni leyes que lo dictaminen -ni falta que hacen- pero mantengo la necesidad de conocer, leer, contemplar. Y para los autores, además, trabajo y autoexigencia, no aceptar sin más la bondad de nuestras "creaciones".

En fin, bueno o no, pero sí trabajado y digno, os ofrezco uno de esos poemas que no puedo evitar escribir:

La iglesia abandonada

Tensos nervios sobrevuelan las naves,
escalofrío de gajos hendidos
estremece la desgarrada cúpula:
por ahí justamente,
por esa grieta, huyó Aquél que Era.

Carcoma recome los graves sitiales
del coro dormido,
ahíto hasta el alma de Historia Sagrada.

Está vivo el silencio.
Se adivinan bostezos velados
del órgano añejo,
aburrido de esperar en vano
a un tal Maese Pérez
que vivió en Sevilla.
Ese ruido: espectros nostálgicos
persiguen su infancia de risa y blondas
jugando en la cripta.

Tocan las campanas a su capricho,
sin mano ni cuerda
se arrebatan en tañido vivo,
tontilocas repican puro vuelo.

Pero yo ni las oigo,
entregada al mimo enamorado
de un altar vacío.


sábado, 11 de agosto de 2018

Cenotafios de Bada Bagh

Falsas tumbas, pequeñas, cubiertas de cúpulas bellísimas, no muy altas, no mucho más que un hombre; de arenisca rosa y jaspe dorado, sobre un promontorio, dominando el lago... Pero el dolor no se iba, el dolor estaba allí, bajo todas las piedras preciosas ocultas a la mirada.


Cenotafios de Bada Bagh, próximos a la ciudad de Jaisalmer, en India


El penitente errante, el asceta sin nombre, el sadhu, lavaba su ropa, acuclillado en los ghats, a la manera en que allí lo hace todo el mundo: golpeando las prendas con una pala ancha de madera liviana. Y cada golpe sonaba como un aplauso, un aplauso distendido, lento, solemne.
En India los llaman chhatris. Estos de Jaisalmer datan del siglo XVIII

Sabía que alrededor de cada tumba simbólica, de cada cenotafio y su recuerdo de muerte, se extendía un círculo mágico, que las cúpulas no solo protegen de las arrebatadas lluvias monzónicas y del sol pegajoso: a modo de sombrillas ceremoniales cada una se aísla en un ambiente de arrullo, en su propio éxtasis místico, en su vacío.



El "Gran jardín" lo llaman, el "Gran jardín" sobre el lago; sin embargo, yo solo veía flores de piedra y no más colores que los que cuelgan de balaustradas de mármol en cascadas de ropas teñidas, estampadas, dibujadas con trazos de nube y barro, de sol y rubíes. Si aquello era el jardín, yo era el pájaro, aquella avutarda posada sobre la clave exterior del arco, revoloteando por encima de las falsas tumbas, hermosas y doradas.

Otro mundo, otro tiempo


Un sadhu lavando, una mujer tomando fotografías: al menos dos mundos. Nada quedaba al azar en esa mañana monzónica, todo parecía perfectamente diseñado, todo en armonía obediente a la Ley del Dharma; incluso aquel vestido que pareció hundirse o la carpa hambrienta que del agua saltó a las escalinatas, sorprendiéndome de veras, pues sin palabras había pensado, o creído, que del mismo modo que no había muertos bajo aquellas tumbas, no habría peces bajo aquellas aguas.


Todo el presente desaparece, la electricidad se vuelve leyenda y el maquinismo, magia. No hay dudas, nunca podrá haberlas, se pasa de un monzón lluvioso y salvaje a un cielo plomizo y ardiente, que presagia llamas más que rayos.


El sadhu continúa lavando su ropa, con parsimonia, sin ninguna prisa; aunque tan solo le quedara un día de vida, y él lo supiera, lo aprovecharía lavando, para morir limpio y sin miedo.





(Tal vez elabore un libro con  impresiones de viaje).