domingo, 23 de octubre de 2022

Enfermedad tabú

Probablemente por exceso de ingenuidad, aun padeciendo cáncer, no me he sentido amenazada de muerte. Angustiada sí, y podría compendiar en una escena la inquietud vivida durante los meses previos a la operación: el largo recorrido hasta la antesala del quirófano por pasillos y ascensores, oteando techos blancos de focos fríos, como único paisaje. Y completar esta evocación con el despertar lento de la anestesia y la costosa aceptación de que cualquier movimiento corporal se ha vuelto doloroso y complicado.

No pensé en la muerte, pero durante el torturante proceso post-operatorio sí me pregunté si valía la pena sufrir tanto para conservar la vida. En diálogo con mi compañero, encontré dos respuestas: la primera, el curso de la enfermedad es largo y sinuoso, no conduce directamente al fin, sino que añade dolor al dolor, invalida, imposibilita, el desenlace puede demorarse más allá del aguante de cualquiera. Y, como segunda respuesta: vale la pena vivir; compensa atravesar un camino espinoso para arribar a una salud parcialmente deteriorada, pero que nos permita suficiente paz y libertad.

Libertad, o libertades, imperceptibles mientras gozamos de salud, ansiadas en la enfermedad. Como la de darse media vuelta en la cama, o ponerse en pie sin necesidad de requerir toda una secuencia de estrategias: "Así no, apoya el pie aquí, agárrate fuerte a la barra, espera que abro la puerta, sujeta tú el suero, levanta el brazo, que se enreda el tubo...".

Dormir y despertar en casa, en la intimidad y ambiente propios. Comer sin náuseas ni repugnancia, tener fuerzas para morder una manzana, sentir apetito, beber agua y poder tragarla: pura gloria. Y el jolgorio de lavarme yo sola las manos, libres ya junto a brazos y muñecas, de vías endovenosas. Pues, ¿y la fiesta de caminar sin ir pegada al porta-sueros? Celebro la vida nimia, la milagrosa trivialidad de los actos corporales, espontáneos, posibles sin necesidad de plan y dirección consciente.

Pasará, seguro, pasará esta alegre sorpresa de la normalidad, de mover sin dificultad los dedos, ya redimidos de edema. Pasará esta sensación de cuerpo recién hallado, como de recién nacido consciente, descubridor continuo de milagros pequeños y sencillos. Se convertirá en rutina cada paso y cada bocado, pero aún festejo la maravilla y vivo cada día como un regalo.

Pero propongo una reflexión a partir de las consideraciones siguientes: recobrarse de una enfermedad grave -y el cáncer no es la única- no depende de la heroicidad personal ni de la resiliencia del enfermo, ni de su "actitud positiva". Por supuesto, las ganas de vivir y un ánimo equilibrado, incluso alegre, ayudan, como ayudan en cualquier circunstancia, pero existen otros factores igualmente decisivos, si no determinantes:

El primero y principal la asistencia sanitaria que recibamos del sistema de salud. En segundo lugar, la ayuda y el afecto de pareja, familia, amistades. Y no menos importante, la comprensión social, es decir, la eliminación de mitos y dogmas que culpan al enfermo del fracaso de su curación, de no querer curarse, un juicio perverso del que se deriva una idea todavía más perversa: el cáncer como enfermedad voluntaria, provocada por el propio enfermo, a modo de suicidio subconsciente, de manera semejante a aquella en que la víctima de vampirismo invita a entrar al vampiro.

A aclararme las ideas han contribuido mis diálogos con Susan Sontag (Nueva York, 1933-2004), porque si leemos con alma y corazón, la lectura se convierte en diálogo. Murió esta escritora cuando contaba setenta años y nos legó, entre otros libros valiosos, La enfermedad y sus metáforas, reflexión lúcida y análisis imprescindible de mentalidad e ideologías ligadas a la Nueva Era (New Age), ya antigua, pero aun en boga, más o menos transformada en corrientes naturistas.

El cáncer sigue siendo una enfermedad tabú, no tanto como hace veinte años, pero todavía cuesta nombrarlo, todavía produce repelús. Lo percibo desde el primer momento, yo misma he tenido que vencer cierta resistencia para decir la palabra.

En mi caso, este tabú ha sido aceptado, no tengo queja de amigos y conocidos; agradezco la buena intención de cuantos me desean y recomiendan ánimo, pero insisto: la curación del cáncer no depende del coraje ni de la fuerza de voluntad del enfermo. Si la Sanidad me hubiera atendido debidamente, si hubieran dado crédito a mis síntomas y, en consecuencia, me hubieran extirpado el tumor antes, me curaría con mayor seguridad y prontitud.

Me pregunto por qué no se considera tarea de la voluntad la curación de una cardiopatía, o de una úlcera gástrica, por poner un par de ejemplos. ¿Por qué se repite hasta la saciedad "Fulanita ha superado un cáncer"? No recuerdo haber oído "Menganito ha superado un infarto". Los periodistas del "corazón", grandes aficionados a la mito-patología, engolan la voz cuando lo cuentan, para dejar claro que se trata de una victoria personal.

¡Pues claro! Toda curación de una enfermedad grave, sea la que sea, es una victoria personal, pero sobre todo es una victoria social. Yo, para curarme, necesito que el SAS funcione, que cuente con una buena organización y un personal sanitario eficiente. Solo si esto existe, solo a partir de ahí, podrá actuar mi voluntad.

Pensemos, por favor, no revistamos a las enfermedades con ropaje mítico, ni las entendamos como metáforas ni las carguemos de criterios morales. Son enfermedades, alteraciones habitualmente involuntarias que causan daño. Ya es bastante.