Llamativa y sorprendente, en ella nos hemos visto inmersos. La calima cambia el mundo, lo oculta y apaga, difumina perfiles y distancias y me complace, aunque sea molesta. Con ella se nos acerca el Sáhara, se nos mete en casa en forma de micropartículas ocres, más cercanas al rojo de la teja que al arrebol de la granada.
La tierra vuela, cambia de continente: polvo, arena, barro, ceniza... Todos estos ingredientes he encontrado al buscar la composición de la calima. Yo diría, a juzgar por el depósito que permanece sobre las superficies de Granada -terrazas, automóviles, barandillas, plantas- que esta que nos ha invadido tenía más barro que arena, quizá por este motivo resulta tan pegajosa.
Probablemente cedo a la sugestión, porque al mirar el atardecer del día anterior -la víspera del prodigio- creo adivinar un sol velado, temeroso de lo que se avecina.
Me sentí extraña, ante unas glicinias incoloras y unas vistas invisibles.
Irreal se volvió nuestro entorno, de una irrealidad contagiosa, porque sin duda todo lo que acontece en la naturaleza exterior se contagia a nuestra interior naturaleza.
Hasta el agua de las fuentes parecía turbia y este león, junto a Las Titas, sobrecogido.
Desde casa, el cielo se volvió de color ladrillo y creí oír aquel trabalenguas de "El cielo está enladrillado", que probablemente ya nadie recita.
Nunca había visto a este amigo de la Fuente de las Granadas tan demudado y desteñido.
Ni al enemigo tan borroso.
Ya conozco la niebla africana, ha sido una experiencia fascinante, pero no necesito más: que una buena lluvia se la lleve.