No soy la única, ni la primera, que se interna en los bosques del pensamiento.
Persigo a un pájaro que vuela de un árbol a otro; corriendo tras él me pierdo y al mirar hacia arriba distingo mis recuerdos enganchados en las ramas: cuelgan como esos líquenes que llaman "barbas de fraile" y entre la fronda de mechones verdosos distingo un fruto de oro y un gancho sangrante.
Tú y yo sabemos por qué nació ese fruto semejante al de las Hespérides; alguien, que también me amó, sabe la razón de mi sangre en el hierro; pero ya no me importa lo ocurrido, ni qué fui o qué hiciste; me propongo llegar al claro del bosque y allí, perdida la memoria, alcanzar la paz.
Camino y me agoto, no consigo vaciar la mente, no dejo de imaginar: sueño con un árbol inmenso y viejo a cuya sombra reposan los derrotados, sanan los ignorantes y por cuyo tronco, jugando, suben los niños.
Un árbol cargado de frutos rojos que satisfacen el hambre de amor y la sed de justicia.
Cambiante y húmedo, rico en susurros, múltiple en colores, afectuoso con los pájaros.
Porque no soy creyente, así imagino la forma de Dios.
La serie fotográfica, elegida por libre -caprichosa, irracional- asociación