lunes, 15 de abril de 2024

El pueblo de mis padres

 

Antas… no un lugar, sino un tiempo, el de mis padres, abuelos y más allá… ¿Hasta la prehistoria? No pretendo raíces tan hondas, pero ciertamente ahí se encuentra el centro de la cultura del Argar, descubierta por los hermanos Siret (a fines del siglo XIX y principios del XX), ingenieros de minas que excavaron a orillas del río Antas el yacimiento que dio nombre a dicha cultura de la Edad del Bronce, datada, según las estimaciones más recientes, entre el 2000 y el 1500 aC.

Aunque nací y crecí en Madrid, el pueblo se encuentra en la base de mi vida y de mi historia; me proporciona recuerdos de lo no vivido, de lo mamado, pero también de lo observado con mis propios ojos, con  la curiosidad intensa que despierta lo que no entendemos. Y cuando somos niños entendemos tan poco…

No entendía a mi abuelo, con su reloj asomando por el bolsillo del chaleco, sus calzoncillos de lana hasta el tobillo, a juego con la camiseta de manga larga y ambas prendas de un tono rosado que acabé identificando con la ropa interior que lucían en las películas del Oeste. No lo entendía, pero le envidiaba ese atuendo tan abrigadito, porque aun siendo Antas un pueblo del Levante almeriense, nunca he pasado tanto frío como en aquellas camas de sábanas medio heladas, medio húmedas, en alcobas y salas pensadas contra el calor:  techos altísimos, ausencia de puertas y finas colchas en lugar de mantas.

Ir al pueblo en los años sesenta y setenta suponía la inmersión en una realidad difícil, dura, no desprovista de miseria, con ribetes incluso de crueldad. Pero también había una parte amable, un paisaje excepcional, un costumbrismo ameno. Franquismo, sin duda, pero no solo, también maneras y tradiciones propias de cualquier sociedad agraria aislada.

En relación a lugar y época, las condiciones de vida de mi abuelo eran buenas: contaba con una pensión de maestro, la casa en que vivía y un pedazo de tierra; un poco de luz eléctrica  y nada de agua corriente; supongo que en el pueblo habría situaciones mejores y peores, pero a ningún antuso le chocaba el camino de rasilla áspera que, partiendo de la misma puerta de entrada, cruzaba la sala, el comedor y la antecocina, para desembocar en los corrales: era la calzada de la burra, como de un metro de anchura, dispuesta para que el animal no resbalara en las baldosas pulidas.

Yo era una niña de Madrid, nada desenvuelta, pero acostumbrada al anonimato de las calles. Me molestaba que me hablaran los desconocidos, que me preguntaran de quién era; algunos ni siquiera lo preguntaban, simplemente me miraban y recitaban la retahíla completa: “Tú vas a ser la nieta de don Antonio de don Antonio Jesús de su hija la Isabelica”. Ahí te dabas cuenta de que tú no eras tú, sino una larga línea de gentes que se reflejaban en ti.

Naranjos, todo Antas vivía de los huertos de naranjos. Aire bienoliente en cualquier época, pero delicioso el del azahar en primavera. Me sorprendía –y me sorprenderá mientras viva─ el contraste entre el verdor de los cítricos y la aridez de los riscos, cabezos los llaman allí. Greda casi blanca, arcilla canela, negrura de roca volcánica, venas albas de yeso, margas amarillas y calizas fósiles.

Ni gota de agua en los ríos, en esas ramblas abiertas en riadas salvajes. Ni una sombra en los caminos, salvo un algarrobo en la encrucijada lejana o una higuera a la vera de un cortijo viejo. Sequía continua, desierto mitigado por la canalización de fuentes no demasiado lejanas; para regar, agua de La Ballabona y para beber, ninguna mejor que la del Pilarico; pero a mí me gustaba más la del aljibe, aunque, como todas las posesiones de mi abuelo, estuviera en ruinas; construido, sin duda, en época musulmana, revelaba una portentosa técnica, pues se nutría de las lluvias escurridas desde los cabezos circundantes que, además dada su composición gredosa (la greda es una arcilla con alta proporción de yeso), servían de filtro desinfectante. Amaba aquella bóveda semihundida en tierra, semejante a una cueva de fondo acuático; descender tres escalones, abrir la portezuela y entrar era acceder a otro mundo, descubrir el milagro del frescor en el más tórrido desierto. Nunca probaré agua que me sepa mejor, a pesar del culebrón que a veces dormía extendido en la artesa, la misma donde acostumbrábamos, mi hermano y yo, llenar el cacillo; pero un año, las paredes interiores se desmoronaron; al siguiente, las lluvias torrenciales lo acabaron de hundir.

En Antas, “en habiendo agua, todo son frutos”, pero había tan poca… La necesaria para los naranjos no llegó hasta 1915, con la construcción de un acueducto, modesto pero gracioso, del que se conserva tan solo una docena de arcos. No a todos los pagos benefició esta conducción, pero sí al de la Huerta, donde mis bisabuelos compraron su finca, con intención de plantar naranjos. Hasta entonces la zona era cerealística y de secano, salpicada de contados regadíos, como consta en el Diccionario Madoz (1845-1850).

Han aumentado los habitantes, de unos dos mil en los años setenta a tres mil seiscientos hoy, y se ha producido una transformación sorprendente: Antas ostenta el récord nacional en número de empresas por habitante. No me lo explico, con ancestros tan largamente antusos, ¿por qué a mí no me ha tocado una pizca de espíritu emprendedor o una miajilla de olfato para los negocios?

A nueva economía y aporte de nuevas gentes, corresponderán palabras nuevas, diferentes a las que escuché en mi niñez: por ejemplo, aprendí a dar un repullo cuando me asustaba, a evitar el ojosol del mediodía, a lampar de hambre y a huir de los viejos carlancones. Un nutrido y sabroso vocabulario que bebía de fuentes varias, en especial, de Aragón y Murcia, con rasgos comunes al habla de toda Andalucía Oriental. Escuchando y guardando lo escuchado, me volví guardosa, que no es lo mismo que ahorradora o tacaña. Guardosa fue mi bisabuela Isabel, la que compró el huerto bendecido por el riego del acueducto. “Ahora las tierras van a valer mucho" decían, había que comprar antes de que subieran de precio; pero pocos disponían de dinero para tal adquisición. Antonio, bisabuelo y carpintero, se tiraba de los cuatro pelos que le quedaban por no poder aprovechar la oportunidad, pero un día va su mujer y le dice: “Claro que compramos, ¡dejaremos de comprar! Para nosotros lo de don Ricardito, que lo tengo apalabrao”, “¡Loca!, ¿con qué demonios lo pagamos?”. Sin decir palabra, coge Isabel la mano del amirez, pega un golpetazo en la pared y abre un agujero; en realidad solo rompe una fina capa de yeso que disimulaba una oquedad, mete la mano y saca un calcetín lleno de duros del Tío sentao: “Con esto”, le replica. Imagino al bisabuelo dando un repullo de alegría y pimpante por haber matrimoniado con mujer tan guardosa.

El pueblo, ay, el pueblo… Hace años que no voy, pero como veis, el pueblo viene conmigo.

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Ya me gustaría que alguien hubiera fotografiado habitaciones y personajes de entonces; yo era demasiado joven; no pude comprarme una cámara hasta pasados mis treinta años, de modo que las imágenes que siguen corresponden a paisajes, a partir del año 2000. ¡Qué no daría yo por tener una foto de la burra, con sus aguaderas, pasando junto a la mesa de comedor!

1. Huertos de antes; me temo que las vinagreras, de abundantes flores amarillas, ya no crecen, debido a las nuevas formas de riego.

2. Un cortijo de los de antes.

3. Tierra más oscura, de carácter volcánico.

4. Cabezos.

5. Camino de Los Raimundos

6. Las nubes llegan y se van sin descargar

7. Podríamos llamarlo oasis.


8. Ocaso

9. Amanecer

10. La greda se cuartea


11. Cabezos y sierras

12. Una de esas casas de cuento