domingo, 28 de enero de 2024

Un edén en ruinas, reseña de Rafael Guardiola Iranzo

      La iglesia de Santo Domingo tras el ramaje de invierno

Me asombra cómo una obra propicia otras; me siento orgullosa por más de una razón de haber escrito el poemario Fuego de invierno, pero bastaría para justificar su existencia el haber motivado estos comentarios tan bellos que me dedica Rafael Guardiola Iranzo, publicados por la revista Café Montaigne (sin olvidar ni menospreciar las reseñas que me regalaron Custodio Tejada, Marina Tapia, César Rodríguez de Sepúlveda y Carmen Hernández Montalbán en diferentes medios).

Tal como acostumbro, añado unas cuantas fotos del invierno en Granada, un invierno pleno de luz y texturas.

Rafael Guardiola Iranzo:

Un edén en ruinas – Acerca de «Fuego de invierno», de Josefina Martos Peregrín 

No es difícil imaginar a Josefina Martos disfrutando del rumor del agua en la Alhambra de Granada a puerta cerrada, fotografiando cada milímetro de la belleza viva de la Vega y del Darro, asomándose al aire fresco de la Sierra, abrazando con respeto la majestad de los robles y el canto de los pájaros que en ellos se posan. La poeta posee el afán explorador de los antiguos griegos, su sentido reverencial hacia la physis y desdeña los delirios imperiales de otros pueblos y de sus excesos tecnocientíficos, empeñados en borrar la imagen de la vida en nuestras retinas. Excesos que han convertido nuestro Edén en un erial y que amenazan seria y frívolamente nuestra propia supervivencia. Fuego de invierno,un libro para disfrutar a cielo abierto, nos invita a resistir, a recoger cuidadosamente el lecho de hojas rojas del otoño y hacer de ellas piezas de un museo de sensaciones para alimentarnos de ellas en invierno, cuando llegue el frío y se nos hiele hasta el pensamiento, cerca del fuego de la chimenea, leyendo a Bécquer, al calor de Monteverdi, Pergolesi o John Dowland, aunque la poeta sea más de Erik Satie. Porque tal vez la vejez y el invierno compensen los desequilibrios de la salud y los raptos melancólicos con el descubrimiento de esas minúsculas pepitas de oro, incandescentes, cosidas al lecho de nuestros propios ríos, ese microcosmos que encierra todos los misterios del universo y que bien retrata la música renacentista.


Josefina Martos, una niña loca que se ha hecho mayor, ha descubierto que hay semillas en el interior del mar y que los versos brotan de ellas, que el cielo y la tierra se aman, como se dice en la Teogonía de Hesíodo, y que podemos reconocer por todas partes, en el mundo ajeno a los artefactos, la presencia del Dios de Spinoza (Deus sive natura) y de las cosmogonías antiguas de oriente y occidente. Y todo ello, nos lo cuenta con herramientas depuradas y amables, coronadas por imágenes plásticas, dotadas de un lirismo sensato y certero (como sucede, por ejemplo, cuando atrapa la musicalidad del romance o la rotunda severidad del soneto) y los latigazos propios del aforismo. Se trata de un libro elegante, medido, poroso, como el papel de sus hojas, enmarcado en una portada cálida que incita a fantasear a partir de su contemplación, sobre el festín que espera al lector con cubiertos de plata y servilletas de tela. Gracias a la poeta sabemos que la soledad crece con el tiempo y que podría medirse como “la nieve que se deposita en los prados”, que es imposible distinguir, contraviniendo a Platón, entre realidad y apariencia, entre conocimiento y opinión, que somos pasiones encendidas consumidas en el vacío, emulando a Pascal, que somos esclavos de nuestros recuerdos, piezas con las que reconstruimos nuestra identidad individual y colectiva. Todo eso hace que la vida sea una “engañosa galería de espejos” y que añoremos el mundo de las Ideas.


                                  Castaño de Indias muy viejo. Custodia la entrada del Cuarto Real de                                           Santo Domingo

En definitiva, Fuego de invierno es un libro delicado, decoroso, casi frágil, que muestra devoción por la naturaleza y un neoplatonismo panteísta aderezado con el escepticismo que susurran el recelo, la derrota y los paraísos perdidos (entre ellos, el amor). Tiene la extensión y cadencia melódica justas para provocar el efecto deseado. Pero es una fragancia amable que, de pronto, se desvanece, herida por el recuerdo, la pérdida de la pasión de los tiempos mozos y un “excesivo rigor autocrítico”. De pronto, nos damos de bruces con la cruda realidad, sin posgusto, y vemos cómo se nos cae el caramelo al suelo y nos aferramos a su elegante envoltorio, que bien podría ser un verso.

Y como indica el título del libro, dos son los pilares sobre los que se asienta su itinerario: el fuego (bien como incendio apasionado o como símbolo del hogar) y el invierno de la vida (una vida teñida de colores grises y por la sangre recordada, herencia de las hojas rojas del otoño). El fuego y el invierno hacen que Josefina Martos entone su oda decorosa y admirada a la naturaleza y nos muestre descarnadamente su incesante búsqueda del yo a través de la galería de espejos. Se me antoja que es ésta una búsqueda agónica, como la de Unamuno, que convendría compensar con un tratamiento hedonista de choque, con palabras de formas voluptuosas y raptos dionisíacos. A veces no viene mal, como en el caso de Diógenes, tumbarse al sol, fundido con la tierra, y apartar emperadores y dioses de nuestra vista, para evitar que nos hagan sombra o nos toquen las narices. La poeta se siente, abierta en canal y tras el ajuste de cuentas con los demonios familiares, como una corteza que envuelve un vacío, o como un cesto por el que se cuelan sus palabras más íntimas. Parece que está esperando que le digamos: no es verdad, Josefina, al regresar de tu viaje al túmulo desde el que se contempla el mundo con la perspectiva de la eternidad o al punto más alto del recorrido de la noria del Prater, al lado del cínico personaje que encarna Orson Welles, en la versión cinematográfica de El Tercer Hombre, podrás comprobar que eres un cuerpo habitado.


        No muy lejos de la Alhambra


El poema “Me quedé sin palabras” es el mejor de los retratos del amor. Las palabras se van “cayendo por el camino a través de los agujeros del corazón” y los amantes sinceros acaban compartiendo el silencio. Además del amor, el otro gran amor de Josefina Martos es, sin duda, la palabra y la confluencia en el verso. La poeta ama la palabra justa, la que se torna en canción, la que indaga, la que excita el recuerdo,la que convierte en universal lo que nace de las entrañas y las migas de todo lo que acaece. Cuando germinan en el verso las semillas del mar, la autora de Fuego de invierno nos facilita el mapa de una gozosa experiencia estética: nos regala los placeres de los sentidos, la imaginación y el entendimiento, nos permite disfrutar del encuentro directo y cercano con la obra de arte gracias a los recursos formales, sensibles y expresivos, fija nuestra atención sobre valores no instrumentales y nos acerca a una objetividad construida a partir de las mieles de la subjetividad. Aunque pueda parecer paradójico, la poesía podría liberarnos de la tiranía de nuestro yo, accediendo a un “jardín prohibido”, “modelado por el sol”, “pulido por la lluvia” y “blanqueado por la luna”, disfrazados como estatuas de un escenario clásico e intemporal soñado por Giorgio de Chirico.

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Rafael Guardiola Iranzo

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Nota

Josefina Martos Peregrín. Fuego de invierno. Entorno Gráfico S.L., 2022. ISBN: 978-84-18691-19-5. 

https://editorialentornografico.es/tienda/fuego-de-invierno-de-josefina-martos-peregrin/



viernes, 12 de enero de 2024

SI QUISIERA OLVIDARTE

 

Me ocurre a menudo, encuentro poemas olvidados, por cajones o carpetas. Hoy, éste al que puedo llamar viejo, pues lo escribí de joven, a un amor doliente, sin puerto ni cuerpo, surgido en tiempos en que andaba enfrascada en la lectura de “La rama dorada”, de James G. Frazer.


......Las tres fotografías del final, mera intuición visual.

 

Si quisiera olvidarte

 

Si quisiera olvidarte,

sacudiendo mi miedo

como polvo adherido a la vida,

cortaría la rama dorada

que sirve de llave al reino infernal.

 

Si quisiera olvidarte

seguiría las sendas de Éfira

para entrar en la cueva secreta,

la oculta garganta de Hécate

que lleva

a la mansión ciega

de los que no regresan jamás.

 

No me asustan las ácidas aguas

de la Estigia laguna que cruza Caronte, el barquero,

ni los llantos agrios de los insepultos,

su afilado grito, su infinita queja.

 

Con tan solo decir tu nombre

aplacaría los triples ladridos

de las fieras fauces del Cancerbero

y ante sus tres cabezas dormidas

yo pasaría callada

sintiendo en mis venas el pulso del tiempo.

 

Atravesaría la Noche, el Sueño y la Muerte

para beber un sorbo del río Leteo,

misterio de agua

que anula el recuerdo.

Todos los recuerdos.

 

Si quisiera olvidarte…

Pero no quiero.



 
De una escultura realizada por Antoine Bourdelle