O mejor cambiar de casa continuamente y, en consecuencia, de ventana. Asomarse a todas. Imaginar quién hay detrás del cristal, del visillo, de las rejas, del postigo. Cómo será la habitación, el sillón, la cama. O cómo fue el hogar antes de la destrucción.
Quién trabaja en esas oficinas, ¿es el jefe un lechuguino con suerte o un ejecutivo inteligentemente cínico? ¿O todo a la vez?
Ventanas de museo, de tradición, abiertas, cerradas, para asomarse, para esconderse. Viejas, nuevas, rotas, integradas en una arquitectura de vitral o encarnadas en la pantalla de televisión. Con perros guardianes o perros manso de puro aburrimiento.
Para mirar, para que nos miren, para cerrar los ojos. Para recordar.