domingo, 31 de mayo de 2020

El acederaque, ese desconocido.

En el autobús, cuando en invierno venía a Granada desde Guadix, me encandilaban los frutos amarillos y decorativos de unos árboles cuyo nombre ignoraba y deseaba ardientemente conocer. Los veía al borde de la carretera, ya cerca de la capital, desde poco antes del cerro del Sombrero; no había desarrollado todavía la capacidad cognitivo-visual que ahora me permite encontrarlos por toda Granada; qué cierto que, por más de una causa, vemos principalmente con el cerebro y a menudo los ojos no registran aquello no reconocido por la mente.


Acederaque se llama el árbol y en él me detengo hoy, no para un estudio botánico exhaustivo, sino para un acercamiento que engendre respeto y, si fuera posible, amor.

Pertenecen los ejemplares granadinos al género Melia y a la especie más extendida -desde su origen asiático- por Europa, África y América: la Melia azedarach (NL), presentando el género Melia la muy notable característica de ejercer la mayor absorción de CO2, entre las especies arbóreas urbanas, con la consiguiente reducción de la contaminación.


Algunas publicaciones aseguran (Dios perdone su ignorancia) que en España, nombre y árbol, lo introdujeron los franceses en el siglo XIX, siendo lo cierto que Abú Zacharía habla de él ya en el siglo XIII, en su libro sobre la agricultura andalusí, donde atestigua sus numerosas virtudes, hoy tristemente olvidadas: el buen hálito de su sombra y altísima calidad de su madera; la utilidad de las hojas como tinte para telas y cabellos, a los que, además, fortalecen. Sobre los frutos coincide en su toxicidad con numerosos autores, pero otros provechos no despreciables los adornan: de ellos se extraía un gas inflamable e inodoro excelente para el alumbrado, y resultan notables sus poderes insecticidas. Y llegados a este punto, urge eliminar posibles errores debidos a la imprecisa nomenclatura popular que a veces confunde el acederaque con el nim de la India o el paraíso de Persia; para evitar equívocos, selecciono tan solo la información referida al Melia azedarach, en nomenclatura de Linneo. En España recibe nombres diferentes, según épocas y lugares, a menudo compartidos con otras especies: árbol de Paraíso, cinamomo de Castilla, canelo, rosariera, sicomoro falso, agriaz...


Mencioné su muy notable poder insecticida, reconocido e investigado actualmente por varias universidades y empresas. Nos hablaba Abú Zacharía del uso del fruto seco y pulverizado como eficaz tratamiento contra los piojos y autores persas daban recetas para fabricar con él pomadas contra la tiña y la sarna. He encontrado publicaciones sobre el desarrollo de productos insecticidas, en América del Norte y del Sur, tomando como base los principios activos -los triterpenoides- de las hojas y frutos; en Cuba se fabrican  desde tiempo inmemorial insecticidas artesanales a partir de esos mismos ingredientes. Entre sus ventajas sobresalen las de no ser tóxico para los mamíferos y no dañar a los insectos benéficos.


En el siglo XVIII, también el ilustre botánico José Quer y Martínez (Flora española o historia de las plantas que se crían en España, 6 vols, 1762-1778) insiste en sus propiedades insecticidas, sin olvidar su magnífica madera, buena para ebanistería y viguetas de construcción.

Por si fuera poco, la meliacina, obtenida de las hojas, ha dado resultados positivos contra la enfermedad ocular causada por el virus del herpes.


Y, ya de remate, las flores no son muy vistosas, pero emiten un perfume agradable y los huesos de la semilla se perforan sin esfuerzo -presentan un orificio natural en cada extremo- por lo que se han utilizado tradicionalmente para fabricar cuentas de collares o rosarios (de ahí el nombre de rosariera), no solo en España, sino incluso -¡pásmense!- en el Tíbet.

Ah, además el acederaque aguanta la sequía, las heladas, las malas podas y crece rápido; quizá por esta suma adaptabilidad en algunos lugares se la considera especie invasora. ¿Sí? Pues que todos los invasores sean como éste. 

Me gustan los ramos de bolitas, concentran la luz y me permiten creer
 que algún día fabricaré un rosario, o un collar.