martes, 26 de septiembre de 2017

Las ciudades invisibles

Recorro estos días las ciudades invisibles de Italo Calvino, cobardía de lectora que busca un valor seguro, un goce que me dé fuerzas para acometer de nuevo el riesgo de autores contemporáneos desconocidos: tristes chascos frente a gratas sorpresas.

Pero los tiempos actuales se me cuelan incluso en un libro tan intemporal como éste; entre las ciudades asequibles solo a los visionarios, entre los diálogos de Marco Polo y Kublai Kan; de Isidora, "donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas marinas" y "los deseos ya son recuerdos", a Tamara, "donde el ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas". De una a otra urbe con nombre de mujer me surge algo que me recuerda a Barcelona, pero invisible y desligada de las circunstancias políticas. O no.

Tan diferente que comenzaré por cambiarle el nombre: la llamaré Gebarleta, la ciudad donde el viajero se afana por ver lo mismo que ven los naturales de sangre estelada o blaugrana, y rara vez lo consigue; ni siquiera lo consigue la mayoría de sus habitantes.

Donde los cuentos se han hecho historia; la ciudad moderna que juega al anacronismo del novecentista espíritu de los pueblos, un espíritu tan antiguo que se ha vuelto fantasma. Que se abraza a la paranoia siempre políticamente fructífera del enemigo exterior; que se inventa una guerra para afirmarse. Ciertamente la identidad suele forjarse frente al contrario; nada más fácil que la negación del otro para afianzarnos en nuestro ser.

Los habitantes selectos de Gebarleta se dejan llevar por la fantasía, aman al santo caballero san Jordi, pero necesitan al dragón: ¿qué sería del héroe sin la bestia feroz? Multitudes de forasteros la visitan, incapaces de distinguir las sutiles diferencias entre razas que proclaman sus moradores; solo los de estirpe privilegiada y los arribados sumisos saben quién es laborioso, civilizado y europeo, digno de convivir con los segadors sardaneros que pueblan los sueños de los puros.

Gebarleta, siempre revolviéndose para sacudirse el lomo de parásitos que, curiosamente, se quiebran el espinazo para poder comer y alimentando su identidad con enemigos históricos que quizá nunca lo fueron, ha conseguido despertar al dragón paralelo y a los caballeros matamoros del país en que se asienta. Y entre unos y otros héroes se avecina un choque de pueblos que carece de sentido.

Pero quizá porque se trata de una ciudad invisible, no veo la solución.