domingo, 6 de septiembre de 2020

El mar, de delirios dotado.


Delirio de mar en el atardecer. "El mar, de delirios dotado": verso tomado de "El cementerio marino", de Paul Valery
Arboladura del galeón Andalucía, fiel reproducción de un galeón español del siglo XVII
Islote de Mouro (Cantabria)
Siempre me atrajeron los faros, los altos, encaramados sobre peñas y necesitados de farero. Aun reales, formaban parte de la fantasía, de la literatura y el cine; la de farero me parecía una envidiable profesión y aunque dudaba de si podríamos ejercerla las mujeres, nunca dudaba de que viviría a gusto a solas, leyendo y viendo el mar. No tenía muy clara la responsabilidad que conllevaba aquel trabajo, pero suponía vagamente un horario de trasnoches o madrugones que estaba dispuesta a arrostrar con tal de sentirme parte del viento y del piélago espumoso.

Era niña y había leído a Espronceda y a Andersen, y poco después a Verne y a Stevenson, de manera que los otros faros, los automáticos, los de puerto, me parecían poca cosa, sin atractivo ninguno, porque ¿cuánto no vería un farero en su soledad eminente?, ¿cuánto que nunca podría contar a los sensatos terrestres? El farero, la farera, estaba condenado a la locura, bien por los misterios incomprensibles que avistaba en las aguas, bien por la simpleza del juicio de la gente que vivía a ras de tierra, y esta locura, este destino trágico y distintivo se me antojaba un aliciente más de la profesión.

Con los años, inevitablemente me serené, me ocurrió como a Borges: "Cuando era joven me atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora las mañanas del centro y la serenidad". Es natural, nos ocurre a la mayoría, pero nadie lo expresa tan bien como él.

Sin embargo, a pesar de la ansiada serenidad, el misterio de los mares no ha hecho sino crecer a lo largo de mi vida, alimentado por Lovecraft, el capitán Marryat, el Arthur Gordon Pym de Poe, por Melville, Conrad y tantos otros creadores, el más reciente, Sánchez Piñol con su novela "La piel fría". Aunque la madurez me ha llevado a renegar de los piratas, no he perdido el sentido romántico del mar, no solo gracias al cine y a la literatura, sino sobre todo a los numerosos viajes a costas diferentes, cercanas, distantes, agradables, hostiles, paradisiacas o penosamente urbanas. Todas me interesan, en cada una de ellas la vida se adapta de una forma particular que vale la pena observar. Incluso la especie más abundante e invasora, el ser humano, en una de sus variedades más molestas, el "Turistus adustus" (téngase en cuenta que "adustus" en latín significa "tostado", quemado, "socarrat", que diría un valenciano) es digna de observación: me alegra el alma contemplar a los niños que juegan en la playa, su sorpresa ante la ola, su deleite por vestir tan poca ropa, su incesante juego con la arena, los chinorros, las piedras y caracolas... Es verdad, ya lo dijo Tagore en el bellísimo texto que comienza "En las playas de todos los mundos se reúnen los niños".


Aunque no se adivine, todo lo anterior viene a desembocar en una confesión: he dado en el vicio de visitar cementerios marinos; cierto que colecciono cementerios de todas clases, pero últimamente me pirro por los cercanos al mar, aquellos donde el horizonte nos concede una nítida paz azul o una bruma borrosa, según el talante del día. O de nuestra alma.

Cementerio en una isla de Croacia
De Castro Urdiales (Cantabria)

De Comillas, en un promontorio sobre el mar (Cantabria)

Castro Urdiales, magnífica combinación de arquitectura y escultura funerarias.
Cementerio de Ciriego, en Santander