jueves, 11 de octubre de 2018

Profesionales del espíritu

Ya se acercan las fechas de ánimas y difuntos y una vez más envidio a quienes creen en una vida más allá de la muerte; firmaría a ojos cerrados aunque no fuese cierto, qué más da, qué sabe nadie: si esa fe no me abriera las puertas de ultratumba, al menos me ayudaría a sobrellevar este "más acá", este ahora chiquito, esta desolación inacabable que deja la muerte de las personas amadas.

Una metamorfosis continua


Un paraíso sencillo
Qué alivio imaginar que mis padres viven, darles cariño aseando su tumba, llevándoles flores o rezando por ellos... En definitiva, sentir que aún podemos hacer algo por los muertos desde este lado.

O adoptar creencias menos tradicionales, pero no menos consoladoras: que existen multitud de dimensiones y ellos andan por alguna que nos resulta inaccesible, donde la distancia cobra un sentido que desconocemos. O la carámbola anímica máxima, la que más me cuesta aceptar: están junto a nosotros, nos acompañan como guías o protectores hasta acabar todos en la perfección de la unión con Dios. Si yo creyera algo así, todo cobraría sentido. Por la intensidad de mi deseo, por mi hambre infinita, a veces casi lo consigo... hasta que me topo con "profesionales del espíritu", generalmente sacerdotes en misa de difuntos o, más rara vez -como la última y reciente-con  un "médium sensitivo".

Yo, al fondo de la sala, en una especie de café cultural, una sala no excesivamente grande pero abarrotada de gente; para entendernos, de las mismas exactas dimensiones y disposición que "La Qarmita"; ante la ventana, es decir, justo en la otra punta, el "parapsico-director" y el médium, que me distingue entre la multitud: "Veo a una señora..." y me señala. Yo, a punto de dejarme llevar por la sugestión, casi llego a pensar "Mi aura reluce entre las gentes", pero mi sentido crítico me la juega y lo que pienso es "Claro, soy la más vieja, mucha más probabilidad de acertar. A quién, pasados los sesenta años, no se le ha muerto alguien o ha pasado alguna enfermedad" y apenas recopilo para mis adentros las ventajas que ofrezco como "adivinable", cuando ya lo tengo delante cogiéndome la mano. Y todavía, porque mi ansia de creer es mucha, me abstengo de juzgarlo y dejo que hable... Y no da una. Ni mi vida ha transcurrido en la cocina ni el espíritu femenino que ve a mi lado se parece a mi madre. No atina ni por casualidad. No menciona libros ni música ni fotografía. Da palos de ciego con respecto a la muerte de alguien, pero como callo, no encuentra pistas. No solo no adivina, es que ni siquiera intuye. Me propongo hablar con él al final; el "espectáculo" sigue; los asistentes parecen convencidos y cuando acaba me voy, porque en realidad no tenemos nada que hablar.

¡Con lo que a mí me gustaría creer!