Acabo
de leer Tanguy, la primera novela de Michel del Castillo (Madrid, 1933),
un excelente escritor francés del que voy consiguiendo libros poco a poco, puesto que
en España se ha publicado una mínima parte de su obra
Tanguy,
ficción autobiográfica, habla de su niñez en abandono, de su paso de un campo
de concentración francés a uno nazi, del sufrimiento bajo la tiranía de curas
sádicos a la liberación de un cristianismo que practica el amor, etapa feliz y
breve; del padre y la madre que no merecen serlo, de la esclavitud del trabajo
en una fábrica... Del miedo y el hambre. De la guerra que concita todos los
males: “En una guerra no hay vencedores ni vencidos: no hay más que víctimas”.
Naturalmente,
uno y otro bando en lucha se creen en posesión de la verdad y la razón, pero
eso no les disculpa; prefiero a Tanguy, que “como había aprendido el valor de
la sangre de sus hermanos, no se sentía capaz de derramar una sola gota de
ella, aunque fuera para construir el mejor de los mundos posibles”.
Mala la utopía que comienza derramando sangre, mala la ideología que
pretende la eliminación de los disidentes, o los desprecia o los aprisiona. Y
ahora pienso no en la novela, sino en Palestina. Condeno los
ataques de Hamás, absolutamente injustificables, pero eso no significa de
ningún modo otorgar carta blanca a Israel; tiene derecho a la defensa, pero no
a la venganza, a una venganza cruel que me recuerda los castigos atroces que
Jehová inflige a quien no es de su agrado y, por ende, ha de ser borrado de
la tierra y malditos él y sus hijos y los hijos de sus hijos hasta la séptima generación.
En
Occidente, en el mundo que aspira a ser democrático, no le vemos sentido a la
culpa heredada; consideramos que los descendientes no son responsables de los
delitos de sus padres; sin embargo, esta forma de pensar es bien reciente y en
absoluto universal; es más, me atrevería a insinuar que el pensamiento atávico perdura en cada uno de
nosotros, de un modo subconsciente y sibilino: escondido tras una ornamentada cortina, se halla dispuesto a salir a la luz en cuanto se le da ocasión. La
ocasión la da el dolor: si un blanco, un negro, un señorito, un cura, un
musulmán, etc. nos hace sufrir de verdad –pongamos que nos mata a una hija- resurge
la condena al criminal y a toda su familia, o tribu o raza, o país.
Qué
fácil ese “¡No a la guerra!”, qué inútil, especialmente si se proclama con
espíritu belicista, pues ¿cómo mantener la paz desde el odio?
“¿Quién quiere la guerra, Tanguy? ¿La gente de la calle? ¿Aquellos que no comprenden nada de nada y se exaltan porque lo que dicen los diarios está bien dicho y les emociona? ¿Quién quiere la guerra? La guerra es una plaga. Gritamos: ‘¡Es la guerra, es la guerra’..., como en la Edad Media gritaban: ‘¡Es la peste, es la peste!’... Nadie quiere la guerra; pero la guerra está ahí y nos sometemos a ella. Solo nos arrepentimos cuando la conocemos y entonces es ya demasiado tarde.”
La
guerra, la peste... Qué acertada figura la de los jinetes del Apocalipsis, y
qué ganas de volver a ver “El séptimo
sello”, de Bergman, y “Paseo por el
amor y la muerte”, de Huston, película de menor calidad, pero de un pacifismo hippie que me recuerda mi mejor
juventud.
...Castillo, Michel del: Tanguy (Historia de un niño de hoy). Ed. Ikusager,
1999.