El Resucitado, de mi primera Semana Santa en Guadix, allá por las postrimerías del s. XX
Escribí en Facebook, hace un par de días, “Semana Santa, profundamente mediterránea” y me parece que pocos lo entendieron. De ahí esta entrada de blog.
Oigo las
mismas preguntas desde niña: “¿Cuándo cae la semana santa? ¿Cómo se sabe?”. Sencillo: la
marca la primera luna llena de primavera. En el hemisferio norte, claro,
justamente donde se encuentra el mediterráneo con sus ciclos estacionales; el
primer plenilunio posterior al equinoccio primaveral no significaría lo mismo
en una tierra marcada por los monzones o los alisios y su régimen de lluvias.
La sucesión de primavera, verano, otoño e invierno ha marcado la mitología
clásica, de Grecia y Roma y sus zonas de influencia. El renacimiento de la
vegetación tras la muerte invernal se relaciona con Perséfone y Deméter, con
Adonis y Afrodita, con los símbolos que aluden al oscuro mundo subterráneo y al
renacimiento de la vida vegetal y animal, unido al aumento de la luz solar, y a las lluvias. La transformación requiere sacrificio: hay que morir para renacer.
Por no hablar de las fiestas dionisiacas: Dionisio moría cada invierno y renacía cada primavera. Se celebraban procesiones, lamentaciones y fiestas. Pero, con permiso de Dionisos, ninguna muerte provocaba plañidos mejor orquestados que la de Adonis, relacionado con el Tammuz de Oriente Medio, en fecha más cercana al verano, pero también coronada por la resurrección.
No
son equivalentes las creencias ni las ceremonias de unas y otras religiones, pero se relacionan entre sí;
la Iglesia Católica ha sabido asimilar ritos y costumbres anteriores a su
propia existencia; inteligencia que le ha permitido sobrevivir y mantenerse. El
drama que se representa cada Semana Santa incorpora arquetipos previos e
involucra a todos los sentidos: vista, oído, olfato, tacto (mantillas, paños,
cera) y hasta el gusto (platos típicos). Es una muestra de teatro total, máximo, incluso catártico, en
el que interactúan necesariamente actores y espectadores.
No soy creyente, pero no tengo nada que objetar a ninguna religión mientras respete mi libertad de acción y de pensamiento; mientras no pretendan coartarme ni convencerme. Me asombran esos ateos que reaccionan ante el catolicismo con un odio visceral, que rehúyen el agua bendita como si les quemara, como si una sola gota pudiera corroer su piel. Me admira su fe anti-fe.
Hay
belleza y esperanza en la idea del dios que vence a la muerte; más aún si este
dios ha encarnado en un hombre… Si Jesucristo hecho hombre puede resucitar, yo
puedo resucitar. No me parece ninguna tontería, para mí quisiera esta
convicción.
Bajo
la tierra, en la oscuridad, en cualquiera de los mundos que nos resultan
invisibles, se agita la vida; bajo la nieve, bajo los terrones resecos, duerme
la resurrección. Todo se acaba, todo empieza, todo sigue el ciclo del eterno retorno.
(Con
mi permanente agradecimiento a J.G. Frazer y Mircea Eliade, principales entre
otros).
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De estas reflexiones y de las sensaciones que me despertó una procesión nocturna surgió el siguiente poema:
La muerte del dios
La clave está en la luna,
en su renacer rítmico de esfera mágica.
Encabeza por las calles
un pomposo duelo de cadencia y llanto,
mientras en revolución silenciosa,
despierta mares,
despabila flores, alumbra asombros.
La luna, amante
del joven dios que muere en primavera,
se hunde con él en la noche
y juntos, cara y cruz, semilla y sangre,
íntimamente enlazados
devoran el tiempo
en la indomable armonía
del eterno retorno.
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Las tres fotografías siguientes muestran ángeles desfilando por la calle:
Una variante de "¿Dónde está Wally?" con el rostro de Jesucristo entre las hojas.