lunes, 29 de septiembre de 2025

Sueños, cine

 SUEÑOS, CINE



Ojeando escritos encuentro notas que recogen un sueño habido en Guadix cuando vivía allí y contaba poco menos de sesenta años. Soñé, como suele ocurrirme, desde otra conciencia, desde otro yo completamente ajeno a mi persona. Me veía, me sentía, era… una joven de unos dieciocho años, menudita, rubia, de rasgos equilibrados. Entraba al ministerio de educación, a sus dependencias guadijeñas, a un vestíbulo gris, pero espacioso y limpio, y me dirigía a una ventanilla para preguntar cómo podía recuperar el curso perdido a causa de una larga enfermedad; “¿qué clase de enfermedad?”, “Depresión”, respondía yo. Y en esto sí había algo mío; ojalá en mi juventud me hubiera atrevido a declarar que padecía depresión; claro, que para eso, hubiera necesitado saberlo y que se considerara enfermedad, cosa que no ocurría en aquel entonces.

En fin, debería haber detenido mis estudios y concentrado en curarme. No sucedió así. Vuelvo al ministerio, donde la conserje me condujo ante un despacho donde debía esperar mi turno. De la antesala vacía y poco iluminada, partía una escalera ancha y descendente; movida de curiosidad, me asomo y decido bajar. Un tramo me basta para descubrir una sala extensa, apenas amueblada con divanes arrimados a la pared, donde un par de mujeres deambulan sin propósito visible: ¡pero si es un burdel! Ciertamente la casona del Ministerio de Educación en Guadix daba para albergar sin estrecheces a más de una institución. He usado los signos de admiración, pero lo cierto es que no me admiró demasiado la existencia del burdel; mayor fue mi asombro al reconocer en la madama a una amiga querida, bastante íntima a pesar de la diferencia de edad. Manteníamos nuestra amistad en secreto; ella por prostituta estaba mal vista en el pueblo; yo sabía de su oficio, pero no de su rango. Aparentaba unos cuarenta años maltrechos, de  cuerpo desbordado y rostro recorrido por arrugas blandas, tipo bulldog.

Reímos al vernos, nos abrazamos, me puso un café, me presentó a sus chicas: puertas pintadas de blanco se fueron abriendo para dejar salir a mujeres vestidas de satén ajado. A la vista iban quedando habitaciones destartaladas en paredes y camas. En cambio, las chicas eran jóvenes y frescas, aunque vestidas a la vieja usanza: visos, corsés, enaguas. Su aderezo me recordaba a mi madre y su tiempo, cuando se decía “llevaba un deshabillé”; yo diría que más que vestidas, iban pobremente desvestidas.

El burdel solo tenía un acceso que servía de entrada y salida. Cuando quise irme, la madama me cerró el paso. Llaves echadas, cerrojos, rejas… Me convirtió en puta, una de las más jóvenes, aunque seguía alardeando de nuestra amistad, sin entender mi rabia, dirigiéndose a mí cariñosamente, como si no me estuviera violentando.

A partir de ese momento, el sueño se volvió pesadilla, una sucesión de intentos de huida fracasados; hasta que desistí y me conformé, como las demás: nos bastaba salir por la única ventana sin rejas, que daba a  las vías del tren, vías muertas cercadas de alambre imposible de saltar. Allí, junto a los raíles, las enaguas levantadas, nos tendíamos a tomar un sol apenas cálido. Calladas. No había liberación posible.






……

Solo ahora, al escribirlo, he comprendido el final de este sueño y el papel modelador que en él jugó una película: Propiedad condenada se llamó en España (This property is condemned, título original). Magnífica, con Natalie Wood y Robert Redford, acompañados de Charles Bronson y Mary Badham (la niña de Matar a un ruiseñor). Dirigida por Sydney Pollack, estrenada en 1966, con guión, entre otros, de Francis Ford Coppola, sobre una obra de teatro de Tennessee Wiliams.

Su ambiente de miseria, fatalismo y belleza me marcaron hasta el punto de re-vivirlos en una ficción de trama diferente, pero sabor semejante.

Os recomiendo sumergiros en “Propiedad condenada”, sin necesidad de hundiros en pesadillas.