SUEÑOS, CINE
Ojeando
escritos encuentro notas que recogen un sueño habido en Guadix cuando vivía
allí y contaba poco menos de sesenta años. Soñé, como suele ocurrirme, desde
otra conciencia, desde otro yo completamente ajeno a mi persona. Me veía, me
sentía, era… una joven de unos dieciocho años, menudita, rubia, de rasgos
equilibrados. Entraba al ministerio de educación, a sus dependencias
guadijeñas, a un vestíbulo gris, pero espacioso y limpio, y me dirigía a una
ventanilla para preguntar cómo podía recuperar el curso perdido a causa de una
larga enfermedad; “¿qué clase de enfermedad?”, “Depresión”, respondía yo. Y en
esto sí había algo mío; ojalá en mi juventud me hubiera atrevido a declarar que
padecía depresión; claro, que para eso, hubiera necesitado saberlo y que se
considerara enfermedad, cosa que no ocurría en aquel entonces.
En
fin, debería haber detenido mis estudios y concentrado en curarme. No sucedió
así. Vuelvo al ministerio, donde la conserje me condujo ante un despacho donde
debía esperar mi turno. De la antesala vacía y poco iluminada, partía una
escalera ancha y descendente; movida de curiosidad, me asomo y decido bajar. Un
tramo me basta para descubrir una sala extensa, apenas amueblada con divanes
arrimados a la pared, donde un par de mujeres deambulan sin propósito visible:
¡pero si es un burdel! Ciertamente la casona del Ministerio de Educación en
Guadix daba para albergar sin estrecheces a más de una institución. He usado
los signos de admiración, pero lo cierto es que no me admiró demasiado la
existencia del burdel; mayor fue mi asombro al reconocer en la madama a una
amiga querida, bastante íntima a pesar de la diferencia de edad. Manteníamos
nuestra amistad en secreto; ella por prostituta estaba mal vista en el pueblo;
yo sabía de su oficio, pero no de su rango. Aparentaba unos cuarenta años
maltrechos, de cuerpo desbordado y
rostro recorrido por arrugas blandas, tipo bulldog.
Reímos
al vernos, nos abrazamos, me puso un café, me presentó a sus chicas: puertas
pintadas de blanco se fueron abriendo para dejar salir a mujeres vestidas de
satén ajado. A la vista iban quedando habitaciones destartaladas en paredes y
camas. En cambio, las chicas eran jóvenes y frescas, aunque vestidas a la vieja
usanza: visos, corsés, enaguas. Su aderezo me recordaba a mi madre y su tiempo,
cuando se decía “llevaba un deshabillé”; yo diría que más que vestidas, iban
pobremente desvestidas.
El
burdel solo tenía un acceso que servía de entrada y salida. Cuando quise irme,
la madama me cerró el paso. Llaves echadas, cerrojos, rejas… Me convirtió en
puta, una de las más jóvenes, aunque seguía alardeando de nuestra amistad, sin
entender mi rabia, dirigiéndose a mí cariñosamente, como si no me estuviera
violentando.
A
partir de ese momento, el sueño se volvió pesadilla, una sucesión de intentos
de huida fracasados; hasta que desistí y me conformé, como las
demás: nos bastaba salir por la única ventana sin rejas, que daba a las vías del tren, vías muertas cercadas de
alambre imposible de saltar. Allí, junto a los raíles, las enaguas levantadas,
nos tendíamos a tomar un sol apenas cálido. Calladas. No había liberación
posible.
Solo ahora, al escribirlo, he comprendido el final de este sueño y el papel modelador que en él jugó una película:
Propiedad condenada se llamó en España (This
property is condemned, título original). Magnífica, con Natalie Wood y
Robert Redford, acompañados de Charles Bronson y Mary Badham (la niña de Matar a un ruiseñor). Dirigida por Sydney Pollack, estrenada en 1966, con
guión, entre otros, de Francis Ford Coppola, sobre una obra de teatro de
Tennessee Wiliams.
Su
ambiente de miseria, fatalismo y belleza me marcaron hasta el punto
de re-vivirlos en una ficción de trama diferente, pero sabor semejante.
Os
recomiendo sumergiros en “Propiedad
condenada”, sin necesidad de hundiros en pesadillas.
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