Me asombra cómo una obra propicia otras; me siento orgullosa por más de una razón de haber escrito el poemario Fuego de invierno, pero bastaría para justificar su existencia el haber motivado estos comentarios tan bellos que me dedica Rafael Guardiola Iranzo, publicados por la revista Café Montaigne (sin olvidar ni menospreciar las reseñas que me regalaron Custodio Tejada, Marina Tapia, César Rodríguez de Sepúlveda y Carmen Hernández Montalbán en diferentes medios).
Tal como acostumbro, añado unas cuantas fotos del invierno en Granada, un invierno pleno de luz y texturas.
Rafael Guardiola Iranzo:
Un edén en ruinas – Acerca de «Fuego de invierno», de Josefina Martos Peregrín
No es difícil imaginar a Josefina Martos disfrutando del rumor del agua en la Alhambra de Granada a puerta cerrada, fotografiando cada milímetro de la belleza viva de la Vega y del Darro, asomándose al aire fresco de la Sierra, abrazando con respeto la majestad de los robles y el canto de los pájaros que en ellos se posan. La poeta posee el afán explorador de los antiguos griegos, su sentido reverencial hacia la physis y desdeña los delirios imperiales de otros pueblos y de sus excesos tecnocientíficos, empeñados en borrar la imagen de la vida en nuestras retinas. Excesos que han convertido nuestro Edén en un erial y que amenazan seria y frívolamente nuestra propia supervivencia. Fuego de invierno,un libro para disfrutar a cielo abierto, nos invita a resistir, a recoger cuidadosamente el lecho de hojas rojas del otoño y hacer de ellas piezas de un museo de sensaciones para alimentarnos de ellas en invierno, cuando llegue el frío y se nos hiele hasta el pensamiento, cerca del fuego de la chimenea, leyendo a Bécquer, al calor de Monteverdi, Pergolesi o John Dowland, aunque la poeta sea más de Erik Satie. Porque tal vez la vejez y el invierno compensen los desequilibrios de la salud y los raptos melancólicos con el descubrimiento de esas minúsculas pepitas de oro, incandescentes, cosidas al lecho de nuestros propios ríos, ese microcosmos que encierra todos los misterios del universo y que bien retrata la música renacentista.
Josefina Martos, una niña loca que se ha hecho mayor, ha
descubierto que hay semillas en el interior del mar y que los versos brotan de
ellas, que el cielo y la tierra se aman, como se dice en la Teogonía de
Hesíodo, y que podemos reconocer por todas partes, en el mundo ajeno a los
artefactos, la presencia del Dios de Spinoza (Deus sive natura) y de las cosmogonías antiguas de
oriente y occidente. Y todo ello, nos lo cuenta con herramientas depuradas y
amables, coronadas por imágenes plásticas, dotadas de un lirismo sensato y
certero (como sucede, por ejemplo, cuando atrapa la musicalidad del romance o
la rotunda severidad del soneto) y los latigazos propios del aforismo. Se trata
de un libro elegante, medido, poroso, como el papel de sus hojas, enmarcado en
una portada cálida que incita a fantasear a partir de su contemplación, sobre
el festín que espera al lector con cubiertos de plata y servilletas de tela.
Gracias a la poeta sabemos que la soledad crece con el tiempo y que podría
medirse como “la nieve que se deposita en los prados”, que es imposible
distinguir, contraviniendo a Platón, entre realidad y apariencia, entre
conocimiento y opinión, que somos pasiones encendidas consumidas en el vacío,
emulando a Pascal, que somos esclavos de nuestros recuerdos, piezas con las que
reconstruimos nuestra identidad individual y colectiva. Todo eso hace que la
vida sea una “engañosa galería de espejos” y que añoremos el mundo de las
Ideas.
En definitiva, Fuego
de invierno es un libro delicado, decoroso, casi frágil, que
muestra devoción por la naturaleza y un neoplatonismo panteísta aderezado con
el escepticismo que susurran el recelo, la derrota y los paraísos perdidos
(entre ellos, el amor). Tiene la extensión y cadencia melódica justas para
provocar el efecto deseado. Pero es una fragancia amable que, de pronto, se
desvanece, herida por el recuerdo, la pérdida de la pasión de los tiempos mozos
y un “excesivo rigor autocrítico”. De pronto, nos damos de bruces con la cruda
realidad, sin posgusto, y vemos cómo se nos cae el caramelo al suelo y nos
aferramos a su elegante envoltorio, que bien podría ser un verso.
Y como indica el título del libro, dos son los pilares sobre los
que se asienta su itinerario: el fuego (bien como incendio apasionado o como
símbolo del hogar) y el invierno de la vida (una vida teñida de colores grises
y por la sangre recordada, herencia de las hojas rojas del otoño). El fuego y
el invierno hacen que Josefina Martos entone su oda decorosa y admirada a la
naturaleza y nos muestre descarnadamente su incesante búsqueda del yo a través
de la galería de espejos. Se me antoja que es ésta una búsqueda agónica, como
la de Unamuno, que convendría compensar con un tratamiento hedonista de choque,
con palabras de formas voluptuosas y raptos dionisíacos. A veces no viene mal,
como en el caso de Diógenes, tumbarse al sol, fundido con la tierra, y apartar
emperadores y dioses de nuestra vista, para evitar que nos hagan sombra o nos
toquen las narices. La poeta se siente, abierta en canal y tras el ajuste de
cuentas con los demonios familiares, como una corteza que envuelve un vacío, o
como un cesto por el que se cuelan sus palabras más íntimas. Parece que está
esperando que le digamos: no es verdad, Josefina, al regresar de tu viaje al
túmulo desde el que se contempla el mundo con la perspectiva de la eternidad o
al punto más alto del recorrido de la noria del Prater, al lado del cínico
personaje que encarna Orson Welles, en la versión cinematográfica de El Tercer Hombre, podrás
comprobar que eres un cuerpo habitado.
El poema “Me quedé sin palabras” es el mejor de los retratos del
amor. Las palabras se van “cayendo por el camino a través de los agujeros del
corazón” y los amantes sinceros acaban compartiendo el silencio. Además del
amor, el otro gran amor de Josefina Martos es, sin duda, la palabra y la
confluencia en el verso. La poeta ama la palabra justa, la que se torna en
canción, la que indaga, la que excita el recuerdo,la que convierte en universal
lo que nace de las entrañas y las migas de todo lo que acaece. Cuando germinan
en el verso las semillas del mar, la autora de Fuego de invierno nos facilita el mapa de una
gozosa experiencia estética: nos regala los placeres de los sentidos, la
imaginación y el entendimiento, nos permite disfrutar del encuentro directo y
cercano con la obra de arte gracias a los recursos formales, sensibles y
expresivos, fija nuestra atención sobre valores no instrumentales y nos acerca
a una objetividad construida a partir de las mieles de la subjetividad. Aunque
pueda parecer paradójico, la poesía podría liberarnos de la tiranía de nuestro
yo, accediendo a un “jardín prohibido”, “modelado por el sol”, “pulido por la
lluvia” y “blanqueado por la luna”, disfrazados como estatuas de un escenario
clásico e intemporal soñado por Giorgio de Chirico.
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Rafael Guardiola Iranzo
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Nota
Josefina Martos
Peregrín. Fuego de invierno.
Entorno Gráfico S.L., 2022. ISBN: 978-84-18691-19-5.
https://editorialentornografico.es/tienda/fuego-de-invierno-de-josefina-martos-peregrin/
Excelente elogio junto con la belleza de las fotos.
ResponderEliminarMuchas gracias. A veces pocas fotos, tan solo tres, actúan más que veinte.
EliminarCertero y bien empaquetado ese regalo de Rafael.
ResponderEliminarQue maravilla que podáis definir bien las ideas.
Enhorabuena y gracias.
SocraM.
Tú trabajas con formas y color, y así, entre nosotros nos vamos entendiendo.
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